Empezar a escribir sin ningún Principio es poco menos
que una tarea imposible. Si se ha conocido ese vertiginoso devenir existencial en
el que resulta inútil referenciar el lenguaje a algo otro que el mismo
lenguaje, si se ha probado el escepticismo casi absoluto respecto a la vida, al
pensamiento o a la propia psique, se compartirá la incertidumbre que acompaña al
momento en que se agarra el hilo (¿cuál hilo? ¿no está todo tan enmarañado que
es imposible distinguir línea, contraste o discontinuidad?), momento en el que
además de haber reconocido al Caos se decide hacerle frente. Podría intentar
escribir directamente sobre esto que he decidido llamar Caos y terminar de una
vez, sin embargo no puedo lanzarme al agua sin antes realizar una labor
autocrítica que me deje orientada respecto a la posición que yo misma estoy
ocupando, aunque lo circundante sea un torbellino amorfo y las coordenadas
varíen y se escapen mucho antes de poder ser representadas. Lamentaciones
fuera, el ejercicio me ha sido legado de una tarea por la que aún puedo apostar
(pues aunque no tenga frente alguno, esta apuesta peligrosa y vital es la misma
que me otorga las pocas fuerzas que me quedan); la filosofía, como una tarea
entre tantas que pretenden sernos útiles al menos para lidiar con las
velocidades infinitas que nos circundan. Sin embargo, veo necesario advertir lo
siguiente: la filosofía por sí misma no garantiza nada, si acaso un
instrumental que se materializa como universos
abstractos, ideales, afectivos y de lenguaje cuyos elementos resultan triviales
si no se les sabe componer, tal como sucede con la materia prima con la que un
artista está destinado a encontrarse.
No hay idea o imagen, palabra, vocablo, término o
simbología que pueda vencer al tiempo. Los universos abstractos de las
significaciones y de los hábitos son como dioses aztecas que necesitan
alimentarse del mundo de la vida para sobrevivir. Por eso yo no puedo decidir
hacer de los conceptos y categorías de la filosofía un dogma, y mucho menos pretender
fundar o afirmar que una escuela o senda determinada nos otorgará un
conocimiento “verdadero” y “objetivo”, o al menos “imperecedero” (a veces no
nos percatamos que estos conceptos han sido también forjados a través de los
tiempos). Sin embargo sí creo que hay técnicas de composición, modos de hacerse
un plan (o plano) de consistencia, que nos permiten surfear el caos sin
intentar destruirlo con un Sagrado Orden, que nos permiten apreciar la belleza
bélica y trágica de eso que llamamos existencia.
Este “quehacer formativo” (o constructivista de la
filosofía) al menos no nos quita la cromaticidad múltiple de los matices de la
heterogeneidad que usualmente son difuminados por conocimientos más
“superiores”. El punto de toque lo conforman los devenires y ese ímpetu que tenemos
por no perder u olvidarnos de aquellas intensidades que lo pueblan poco
conocidas o incluso descabelladas, por sondear los mares imposibles del
pensamiento y la experiencia. Podría decirse que abuso del “esteticismo” al
optar por una filosofía más atenta a las condiciones pre-conceptuales de
posibilidad de la experiencia y la abstracción que a la emancipación de las
categorías ideales que se han generado para doblegar lo “contingente” que se
desparrama por doquier para así constituir universos de referencias sólidos e
impermeables. ¿Hacia donde conducirán las derivas a las que este proceso nos
arroja? ¿Qué fines más nobles que lo “verdadero”, lo “universal” o lo
“objetivo” habrán que guiar nuestros pasos? La labor consiste en empezar de
nuevo a partir de las ruinas teniendo presente el pasado y el futuro como un
virtual siempre abierto; asomarnos al abismo de lo desconocido, cortar el hilo
y saltar con una sonrisa en los labios.
Se nos podría acusar de melancólicos, de empañar con una
bilis negra las imágenes de la tradición puras y supremas en las que las
proyecciones de la Idea dominaban al espacio y al tiempo. Melancólicos, como
muchos, por unos Principios perdidos, por Leyes que se carcomen y que, cada vez
más agujereadas, dejan que los acontecimientos erráticos las desborden. Quizá
sea cierto, la nueva filosofía habrá de ser “melancólica” en algunos sentidos
(¡qué crimen más grande en una sociedad donde “ser feliz” es un imperativo),
pero sólo para afirmarnos en una acción más trágica cuanto sublime, decisión de
tomar las riendas de aquella criatura infame y majestuosa que llamamos pensamiento.